Hace casi 500 años llegaste, y a los que estaban cerca los mataste a todos, sin excepción.
Te amurallaste y te quedaste.
Se escaparon algunas vacas que vinieron con los barcos, en la estepa fértil del Plata se multiplicaron por millones. De ese accidente medraste, de mandar a matar a esos animales, por sus carnes, por sus cueros. Casi hasta hoy.
Y entonces, del norte, trajiste a algunos los sobrevivientes de tus matanzas posteriores. Los conchabaste para que se afortinaran, y te cuidaran de los otros que vinieran.
Los trajiste para que mataran por vos. Allá afuera, lejos. Fuera de la vista.
Y cuando se hicieron muchos, y se mezclaron con los hijos de los esclavos, ya libres “por lo del 13”, los mandaste a morir al Paraguay.
Y a los que no querían ir a morir al Paraguay, los mandaste a matar también.
Y a los que quedaron, los mandaste al Desierto, a matar, como animales, a los que encontraran.
Querías mejorar la raza, porque para vos todo es lo mismo, la raza de las vacas, la raza de los trabajadores. Todo para vos, que llegaste, mataste y te amurallaste.
Para reemplazar a los morochos que mandaste a matar, hiciste todo para traer campesinos alsacianos, suizos. Y cuando los que venían a reemplazar a todos los que habías mandado a matar no eran lo que vos querías, porque eran morochos italianos y rubios alemanes que pensaban por sí mismos, entonces los mandaste a matar también.
Los mandaste a matar en la Patagonia, los mandaste a matar en el puerto, los mandaste a matar en los frigoríficos, en las fábricas y en las calles. Los mandaste a matar en donde estuvieran.
Siempre hiciste lo mismo: traés para que te sirvan, y cuando dejan de servirte, porque no te servían más o no quisieron servirte más, mandaste a matar.
Pero a pesar de que mandaste a matar a tantos miles, ellos fueron cada vez más. Y soñaron con otra vida, con trabajo, con educación y con salud. Y ese sueño se demostró posible, lo tocaron con los dedos, con toda la mano. Lo aprendieron con la cabeza, el cuerpo y la memoria, olfativa, gustativa, cognitiva. La memoria de los derechos.
Y entonces, volviste a mandar a matar. Mandaste a matar en el 55, en el 56 y desde ese entonces, más y más y más. Y cada vez más seguido.
Y no sólo eso: miraste la historia, miraste los mapas, y pensaste:
“para salvar mis campos, debo quemar los suyos”
Sus campos eran el trabajo, la educación, la salud, el transporte, los trenes, las comunicaciones.
Así que desde el 55 en adelante no dejaste nunca de quemar sus campos. Con el plan Larkin del 58, comenzaste a desmantelar trenes. Porque los trenes estaban bien cuando eran tuyos, cuando eran las arterias cerradas con la que transportabas al puerto la sangre que alimenta a los reinos de ultramar. Esos reinos a los que siempre serviste. Cuando los trenes se abrieron para algo más, vos planificaste su cierre y su reemplazo por los ultraprivados camiones. Por quienes se demostraron tus aliados, tus ahora cómplices necesarios.
Y cerraste escuelas. Y mandaste a matar en las universidades, y en las secundarias. Y mandaste a matar a los maestros, y a los profesores. Para que ellos, los odiados, no pudieran saber, y entonces no pudieran pensar.
Y cerraste fábricas, todas las que pudiste, casi todas.
Y a tus amados amos de ultramar les regalaste todo el patrimonio del Estado, aviones teléfonos petróleo. Y a tus cómplices locales, a los descendientes de los que te defendieron de ellos en fortines, las migajas de trenes destruidos. Algunos escalafones inferiores en tus dominios.
Y mandando a matar organizaste una sociedad para pocos que viviera como se vive en ultramar. Comprando cosas de ultramar. Pagando con moneda de ultramar.
Y cuando cerraste la última fábrica, cerraste la última escuela, y ya no había plata de ultramar para gastar porque vos te la habías llevado toda, y cuando esa sociedad para pocos se atrevió por unos minutos a cuestionarte, mandaste a matar otra vez. Y tus cómplices mediáticos se encargaron de que todos tus crímenes fueran cargados en la cuenta de ellos. Ellos, los de las fábricas cerradas, los de las escuelas cerradas, señalados como culpables de su desgracia.
Ya habías tomado tus recaudos, tus planes para que todo volviera a ser como debía ser se habían cumplido. Te retiraste a la seguridad de tus campos, de tus countries, que quiere decir campos aunque nadie tome conciencia y country club es club de campo que es donde vive la gente del campo.
Y como debía ser fue que unos pocos de ellos fueron otra vez la servidumbre, y otros pocos más, tu guardia pretoriana en forma de maldita policía o de malditos punteros o de malditos políticos que mantuvieran lejos ese caos que vos te encargaste de crear. Lejos en los suburbios, lejos en lejanas y depauperadas provincias. Lejos. Fuera de la vista. Detrás de la línea de fortines. Como debe ser.
Ellos no molestarían más. Sin fábricas, sin escuelas, sin casa, sin trenes.
El fin de la historia, pensaste aliviado, mientras tus alforjas se llenaban como nunca lo habían hecho.
El resto lo conocemos. Unos soñadores comenzaron a soplar los rescoldos en los que la memoria de los derechos siempre habita, y esos rescoldos fueron avivándose hasta que se hicieron más y más evidentes. Y otra vez mostraste los dientes, y cuando te ofrecieron la posibilidad de compartir por las buenas algo que por la fuerza y la sangre habías obtenido malamente, mostraste tu curriculum, tu historial de matarife. Y erigido encima de ese pedestal terrible, comenzaste a juntar fuerzas para finiquitar definitivamente la historia. Y tan seguro estabas de tu triunfo que te delataste una y mil veces.
Desconociste la potencia de los soñadores y sus sueños.
Y ahora paso a paso, vas reculando, vociferante y gimiente, por la fuerza de lo evidente de tus crímenes.
Venganza, lo llamás.
Seguís equivocándote.
No se venga uno de sus enfermedades; simplemente, se cura.
Te amurallaste y te quedaste.
Se escaparon algunas vacas que vinieron con los barcos, en la estepa fértil del Plata se multiplicaron por millones. De ese accidente medraste, de mandar a matar a esos animales, por sus carnes, por sus cueros. Casi hasta hoy.
Y entonces, del norte, trajiste a algunos los sobrevivientes de tus matanzas posteriores. Los conchabaste para que se afortinaran, y te cuidaran de los otros que vinieran.
Los trajiste para que mataran por vos. Allá afuera, lejos. Fuera de la vista.
Y cuando se hicieron muchos, y se mezclaron con los hijos de los esclavos, ya libres “por lo del 13”, los mandaste a morir al Paraguay.
Y a los que no querían ir a morir al Paraguay, los mandaste a matar también.
Y a los que quedaron, los mandaste al Desierto, a matar, como animales, a los que encontraran.
Querías mejorar la raza, porque para vos todo es lo mismo, la raza de las vacas, la raza de los trabajadores. Todo para vos, que llegaste, mataste y te amurallaste.
Para reemplazar a los morochos que mandaste a matar, hiciste todo para traer campesinos alsacianos, suizos. Y cuando los que venían a reemplazar a todos los que habías mandado a matar no eran lo que vos querías, porque eran morochos italianos y rubios alemanes que pensaban por sí mismos, entonces los mandaste a matar también.
Los mandaste a matar en la Patagonia, los mandaste a matar en el puerto, los mandaste a matar en los frigoríficos, en las fábricas y en las calles. Los mandaste a matar en donde estuvieran.
Siempre hiciste lo mismo: traés para que te sirvan, y cuando dejan de servirte, porque no te servían más o no quisieron servirte más, mandaste a matar.
Pero a pesar de que mandaste a matar a tantos miles, ellos fueron cada vez más. Y soñaron con otra vida, con trabajo, con educación y con salud. Y ese sueño se demostró posible, lo tocaron con los dedos, con toda la mano. Lo aprendieron con la cabeza, el cuerpo y la memoria, olfativa, gustativa, cognitiva. La memoria de los derechos.
Y entonces, volviste a mandar a matar. Mandaste a matar en el 55, en el 56 y desde ese entonces, más y más y más. Y cada vez más seguido.
Y no sólo eso: miraste la historia, miraste los mapas, y pensaste:
“para salvar mis campos, debo quemar los suyos”
Sus campos eran el trabajo, la educación, la salud, el transporte, los trenes, las comunicaciones.
Así que desde el 55 en adelante no dejaste nunca de quemar sus campos. Con el plan Larkin del 58, comenzaste a desmantelar trenes. Porque los trenes estaban bien cuando eran tuyos, cuando eran las arterias cerradas con la que transportabas al puerto la sangre que alimenta a los reinos de ultramar. Esos reinos a los que siempre serviste. Cuando los trenes se abrieron para algo más, vos planificaste su cierre y su reemplazo por los ultraprivados camiones. Por quienes se demostraron tus aliados, tus ahora cómplices necesarios.
Y cerraste escuelas. Y mandaste a matar en las universidades, y en las secundarias. Y mandaste a matar a los maestros, y a los profesores. Para que ellos, los odiados, no pudieran saber, y entonces no pudieran pensar.
Y cerraste fábricas, todas las que pudiste, casi todas.
Y a tus amados amos de ultramar les regalaste todo el patrimonio del Estado, aviones teléfonos petróleo. Y a tus cómplices locales, a los descendientes de los que te defendieron de ellos en fortines, las migajas de trenes destruidos. Algunos escalafones inferiores en tus dominios.
Y mandando a matar organizaste una sociedad para pocos que viviera como se vive en ultramar. Comprando cosas de ultramar. Pagando con moneda de ultramar.
Y cuando cerraste la última fábrica, cerraste la última escuela, y ya no había plata de ultramar para gastar porque vos te la habías llevado toda, y cuando esa sociedad para pocos se atrevió por unos minutos a cuestionarte, mandaste a matar otra vez. Y tus cómplices mediáticos se encargaron de que todos tus crímenes fueran cargados en la cuenta de ellos. Ellos, los de las fábricas cerradas, los de las escuelas cerradas, señalados como culpables de su desgracia.
Ya habías tomado tus recaudos, tus planes para que todo volviera a ser como debía ser se habían cumplido. Te retiraste a la seguridad de tus campos, de tus countries, que quiere decir campos aunque nadie tome conciencia y country club es club de campo que es donde vive la gente del campo.
Y como debía ser fue que unos pocos de ellos fueron otra vez la servidumbre, y otros pocos más, tu guardia pretoriana en forma de maldita policía o de malditos punteros o de malditos políticos que mantuvieran lejos ese caos que vos te encargaste de crear. Lejos en los suburbios, lejos en lejanas y depauperadas provincias. Lejos. Fuera de la vista. Detrás de la línea de fortines. Como debe ser.
Ellos no molestarían más. Sin fábricas, sin escuelas, sin casa, sin trenes.
El fin de la historia, pensaste aliviado, mientras tus alforjas se llenaban como nunca lo habían hecho.
El resto lo conocemos. Unos soñadores comenzaron a soplar los rescoldos en los que la memoria de los derechos siempre habita, y esos rescoldos fueron avivándose hasta que se hicieron más y más evidentes. Y otra vez mostraste los dientes, y cuando te ofrecieron la posibilidad de compartir por las buenas algo que por la fuerza y la sangre habías obtenido malamente, mostraste tu curriculum, tu historial de matarife. Y erigido encima de ese pedestal terrible, comenzaste a juntar fuerzas para finiquitar definitivamente la historia. Y tan seguro estabas de tu triunfo que te delataste una y mil veces.
Desconociste la potencia de los soñadores y sus sueños.
Y ahora paso a paso, vas reculando, vociferante y gimiente, por la fuerza de lo evidente de tus crímenes.
Venganza, lo llamás.
Seguís equivocándote.
No se venga uno de sus enfermedades; simplemente, se cura.
RH
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