lunes, 17 de agosto de 2015

HACE 165 AÑOS

..."Una noche llegamos a Boulogne sur Mer; nos alojamos en una posada al lado del puerto. He de decir que la elección no fue maravillosa, porque aquello olía a pescado como si estuvieras en la bodega de un pesquero. A la mañana siguiente, después de desayunar, mi madre me abrigó un poco, y salimos. En un momento, sin ningún motivo aparente porque supuestamente habíamos salido a pasear, se detuvo ante una gran casa y llamó a la puerta. Nos abrió un criado y nos hizo pasar como si nos esperaran. Cuál no sería mi sorpresa al ver que la cabellera plateada que brillaba por encima del respaldo de un sillón ¡era la de mi amigo argentino! Mi madre conversó con él un rato, y como si se tratara de una cita preestablecida, le dijo donde nos alojábamos y me dejó con él. Inmediatamente vino su criado y nos indicó que la comida estaba lista, así que nos sentamos a almorzar. Noté con tristeza  que le costaba mucho distinguir las cosas de la mesa, a pesar de que el comedor era muy luminoso; además, cada tanto tosía de una forma que no presagiaba nada bueno. Terminamos de comer y me propuso que saliéramos a pasear por Boulogne. Mientras andábamos, íbamos hablando de sus nietos, de los distintos países que había conocido, me contó que había nacido en el trópico, me habló de caballos y de mulas... Después de un rato de caminata nos fuimos a mirar las obras de la basílica nueva, que hacía no se cuantos años habían comenzado, y todavía estaban en veremos en muchos aspectos. Le cuento que de tan grande que es recién hace muy poco la terminaron, no sé, ahora hará diez años, y recuerde que le estoy hablando de algo que ocurrió hace casi treinta.  En realidad, que fuimos a mirar es un decir, porque el pobre hombre apenas veía ya, así que me pedía que le describiera la construcción, y yo le iba contando, parte a parte, detalle a detalle, sobre todo las cosas que estaban más arriba, o más lejos. En realidad, tampoco es que le interesara la cosa religiosa en sí misma; más bien se pasó el tiempo que estuvimos allí haciendo comentarios jocosos tales como que los curas iban aviados si pensaban que haciendo cosas así iban a estar más cerca de Dios, “siempre y cuando lo haya” agregó en voz baja, con una sonrisa pícara, mirándome con esos ojos medios achinados, que aún casi ciegos, despedían chispas de vivacidad e inteligencia. “Seguramente están más cerca de Dios los monjes que aquí cerca hacen el Calvados, o el Benedictine, aunque, joven Monet, usted tiene toda la vida por delante para comprobarlo, y sacar sus propias conclusiones”. Reflexionó un momento, y se le ensombreció el rostro mientras siguió hablando. “Y no quiero ni pensar en la cantidad de hombres que han muerto estos años en una construcción tan grande como la que veo a través de sus ojos, por algo que casi no sirve para nada,  más que para que cada tanto la gente se mate, pase hambrunas, y venga aquí, a pedir perdón por cosas que no ha hecho, a alguien que es en gran parte culpable de sus males. Quizás en el futuro sea diferente, y entonces estos sitios sirvan para que la gente venga a discutir de sus cosas, y pueda decidir libremente sobre su destino, o simplemente, como la noche en que usted y yo nos conocimos, para escuchar algo de música, ¡aunque sea a dos viejos decrépitos tocando unas desvencijadas guitarras!”. Nos quedamos en silencio; después de un rato, bajamos caminando hacia el puerto; mi amigo argentino iba inmerso en sus pensamientos; mientras tanto, yo tenía que vigilar, porque el suelo estaba húmedo y estaba aterrorizado de que mi casi invidente compañero resbalara en alguna de las piedras y se hiciera daño. Finalmente llegamos abajo sanos y salvos. Después de caminar un rato junto a la orilla, nos sentamos junto al borde del agua, así como estamos ahora usted y yo, bueno, con la diferencia por supuesto de que aquello es La Mancha, y, como le diría, por más que fuera verano, por las tardes  el cielo se pone plúmbeo, el agua se va acerando, como solidificando casi, y las olas parecen burbujas de lava helada, y entonces hay que abrigarse, porque sino amigo mío...¡uno se puede poner hasta tísico! Mi amigo se subió el cuello de la gastada levita y recorrió con la poca mirada la magnífica rada de Boulogne. “¿Ve la fortaleza allí en lo alto? Allí estuvo arrestado Luis Napoleón hace unos años, cuando desembarcó de Inglaterra e intentó derrocar a Luis Felipe. Es curioso; para él Boulogne era el puerto de llegada; el mar a sus espaldas, toda Francia, incluso toda la historia puedo imaginar que pensaría él, por delante”. Permaneció en silencio por unos instantes. “En cambio para mí, y más temprano que tarde, será sin dudas el puerto de partida. Francia quedará atrás, como todo en la vida ¿Cuál será mi destino? ¿Cuál de todos esos será mi barco, joven Oskar?”. Entrecerró los ojos, se quedó callado por un rato; cada tanto, un gesto de contrariedad, casi de dolor le diría, le recorría el rostro. Yo no sabía que decir, ni que hacer, así que le toqué suavemente la mano. Respiró profundamente, y siguió hablándome con voz muy queda. “Hay veces que me siento aquí joven amigo, sencillamente a pasar la tarde, y como casi ya no veo, la gente son sólo sombras que pasan, voces en un paisaje en penumbras, y sólo puedo imaginarme los barcos; y en esa tarea  ilusoria me duermo un poco, y entonces mis sueños de viejo cansado se confunden con ensoñaciones de tiempos pasados, y comienzo sin querer a revivir episodios de mi vida; los paisajes y países tan diversos que ví y que sin embargo no conocí; las caras de esos desconocidos en nombre de los cuales uno creía que  luchaba; mujeres, ancianos y niños que, cuando nos veían pasar, en realidad no tenían ni idea de qué estábamos haciendo ni porqué; y de pronto el sueño me conduce a alguna batalla; pero ya no puedo sentir la excitación del momento, la que a uno le hace acometer, alentar, decidir en un instante; ese sentimiento que le hace a uno pagar con vidas ajenas y arriesgar la propia porque el fín supuestamente lo merece; en la memoria sólo quedan el ruido, el hedor de la mezcla de barro y sangre, los gritos de dolor; incluso algunas veces me despierta el chasquido de los huesos al romperse, los oigo en mis oídos muertos como si ocurriera aquí mismo... Quizás esté pagando el precio ahora porque después de aquello he visto tanto, porque conocí y traté con las personas encargadas de gestionar las diversas libertades que fueron ganando todos los que lucharon junto a mí, en África, en Europa y en América, ver que lo que para nosotros significaron años de esfuerzo, de vidas malogradas, para estas personas poderosas de allí y de aquí habían sido solamente decisiones circunstanciales, conveniencias del momento. Y lo terrible es que después de toda esa lucha parece como si no se pudiera parar; porque por más que uno trata de ir mostrándole a la gente por qué se ha peleado con las armas y  por qué a partir de un determinado momento ya se debe seguir con las palabras y sólo con las palabras, no hay caso; al principio uno cree que lo ha logrado, que ha conseguido apaciguar a la bestia, pero no es así; ésta ya ha olido sangre, y se revuelve contra todo, y primero son los destierros, y después son los encarcelamientos, y los fusilamientos, hasta terminar cortando cabezas como ahora, una interminable siega sangrienta que sólo siembra futura revancha, porque la bestia difícilmente olvida...”. Volvió a quedarse callado, ahora con los negros ojos muy abiertos. De pronto, le dió un fuerte acceso de tos; al ver que no paraba  intenté ayudarle golpeándole un poco en la espalda, pero como aún así seguía tosiendo me levanté y –esas cosas que hacen nuestras madres con uno- le alcé los brazos. Quizá por la sorpresa ante mi familiar comportamiento, o porque estos remedios maternos son realmente efectivos, la tos se le transformó primero en una risa sofocada –pensé que se ahogaba- para que finalmente la crisis se le diluyera en una leve carraspera. “Pare pare amigo mío” me dijo reponiéndose poco a poco entre carcajadas ligeras, mientras se deshacía de mis manos que se empeñaban en mantener en alto las suyas, “que van a pensar que somos Josué y el viejo Moisés, y ni yo soy tan santo varón, ni usted tiene la traza ni la edad de ese sanguinario de Josué”. Le pregunté si se sentía mejor, asintió suavemente con la cabeza y apoyó su mano sobre la mía. Se aclaró un poco la voz y siguió hablando. “Cuando me atrapa ese estado de sopor del que le hablaba, en el que revivo esos hechos a veces tan amargos, intento por ejemplo recordar algunas de las piezas que he aprendido a tocar con mis amigos españoles en París, o algún nocturno de Chopin; así logro a veces que los gritos y la desesperanza cedan, y dejen paso a otra idea, que es la de que en el balance, uno ha tenido una buena vida”. El gesto se le relajó casi totalmente, aunque había un poso de tristeza en el tono de su voz. “Sí joven amigo, dentro de ciertos límites he hecho siempre lo que he considerado que debía hacer, y he dicho lo que creía que debía decir en cada momento, y eso tiene para mí un valor supremo. Podría haber dirigido ociosos ejércitos aquí y allá, y haberme dedicado a la caza de damas, honores y fuentes bien surtidas por los pueblos de más de un país, hasta que mis posaderas no hubieran cabido en el sillón que me fuera destinado. Pero no habría sido yo, sólo sería una cáscara vacía con mi cara, puesto que mi alma se habría volado entre plato y plato. A cambio, me hubiera perdido todo lo que he aprendido de todas las personas que he conocido a lo largo de estos años; personas que con su acción u omisión me han enseñado como se construye la historia. ¿Recuerda la ocasión en que nos conocimos? En esos salones he podido entrever como será el futuro de mi país, en lo bueno y en lo malo. Allí había gentes de diversos países, personas que, como yo mismo, hemos estado en campos opuestos en más de una batalla, ¡incluso algunos habíamos luchado contra Francia! Y sin embargo, el hecho de que estuviéramos todos juntos allí, en cívica concordia, no significa casi nada, sólo una especie de tregua, porque nadie cambia de parecer, la mayoría solamente trata de adaptar el curso de los hechos a sus designios, los buenos siempre serán buenos, y los otros...” Comenzó a incorporarse lentamente, casi usándome como bastón. “ Y además, si me hubiera ido, no estaríamos aquí ahora mismo, y por nada del mundo me hubiera perdido esta tarde en la que he tenido el privilegio de su compañía”. 

Volvimos charlando animadamente, las sombras que habían nublado el noble rostro de mi amigo argentino habían desaparecido. Mientras caminábamos lentamente rumbo a su morada, me iba preguntando sobre si seguía dibujando, que temas había elegido, si iba a alguna academia, si había vuelto a ver a Delacroix, y cosas así, todo esto con un sincero interés que me halagaba tanto como la primera vez que nos vimos. Cuando llegamos a su casa era casi de noche; mis padres me esperaban en la puerta, algo intranquilos por la suerte que hubieran podido correr un niño y su casi invidente héroe en la húmedas calles de Boulogne-sur-mer. Nos despedimos afectuosamente; mi padre le dijo que hacia el final del verano pasaríamos otra vez cuando volviéramos de Calais camino de Le Havre; mi amigo me miró y me estrechó  la mano de una forma especial, como si quisiera aprehender, retener el tacto de mi mano. Mientras nos alejábamos, recuerdo que su enhiesta silueta se recortaba contra las luces que teñían de amarillo la espesa niebla; antes de que desapareciera del todo del alcance de nuestra mirada, un criado le ayudó a entrar en la casa.

Pasamos casi un mes en Calais; mi padre tenía que arreglar asuntos de diversas mercancías provenientes de Inglaterra para la tienda de mi tío, y había problemas con los aduaneros y con los transportistas, así que el tiempo fue pasando imperceptible pero inexorablemente. Para aliviar la espera, salíamos a pasear con mi madre por el campo o por el puerto, si en Boulogne había muchos barcos, aquello ya era la locura; creo que de haberlo intentado uno podría haber llegado a Dover caminando de embarcación en embarcación. Yo intentaba sentarme a dibujar, pero había algo que me lo impedía, una cierta tristeza me embargaba el corazón, como un presentimiento. Finalmente mi padre terminó sus obligaciones, y emprendimos nuestro regreso a casa. Llegamos a Boulogne de noche, y nos alojamos en la misma posada en donde habíamos parado a la ida. A la mañana siguiente fuimos a la casa de mi amigo. Llamamos a la puerta varias veces, pero nadie contestó. En mi impaciencia de niño eché mano al cerrojo y para mi sopresa, la puerta se abrió. Antes de que mi padre pudiera detenerme, yo ya había entrado. La casa estaba vacía. No le hablo de que no hubiera muebles ni nada por el estilo, sino de que cuando entré, supe que el alma que habitaba aquella casa ya no estaba; se había ido ¿comprende? Recuerdo que la luz entraba a raudales por las ventanas, era una brillante mañana de sol de finales de agosto. Mi padre, que había entrado detrás de mí, llamó un par de veces, sólo nos respondió el eco de nuestros propios pasos sobre la encerada tarima. Cuando salimos, mi padre fue a preguntar a algún vecino si conocía la suerte de mi amigo argentino, el héroe de las hordas de plateada cabellera. Cuando volvió, me dijo vagamente que se había mudado y que nadie sabía donde. Mi padre, tan riguroso y exacto siempre que decía algo, no sabía mentir; en su falta de respuesta supe que finalmente, mi amigo había sabido cuál era su barco y se había embarcado en él. Mientras le cuento esto, puedo imaginarlo apoyado en la bordilla, la plateada cabellera agitándose con las ráfagas del viento marino; su erguida figura recortada contra el plúmbeo cielo de la Mancha; veo su silueta empequeñeciéndose mientras su barco se aleja en el horizonte. Como él había predicho, Boulogne-sur-mer había sido su puerto de partida."

(Extracto de "Encuentro en Argenteuil", imaginado hace casi 20 años por quien esto firma)

RH

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