jueves, 23 de septiembre de 2010

El cura de Esquel, Corfú (Grecia), 1935

Supongo que estarán al tanto de la historia del cura de Esquel que entrenaba a los niños para crear una policía infantil. La verdad es que el asunto es bastante tenebroso; todos esforzándonos para sentar las bases desde la escuela para una educación democrática y en libertad, y resulta que escondidos anden estos monstruos. A ver, aclaremos; la policía es necesaria, y uno de los mayores logros será tener una policía democrática, pero me da en la nariz (a esta hora se me vienen los casticismos) que ese no es el tipo de policía a la que aspira el señor capellán esquelense.

Pero esta historia me recordó a otra que me hizo mucha gracia., y tengo ganas de compartirla. Hace muchos -pero muchos- años leí unos libros deliciosos de Gerald Durrell, naturalista inglés y hermano del novelista Lawrence Durrell (El cuarteto de Alejandría) en los cuales relata de una forma muy divertida los años que durante su infancia vivió con su familia en Corfú (isla griega situada frente a Albania). Cuando se produce la restauración monárquica, en 1935,  el primer suelo griego que pisaría el rey es precisamente Corfú, por lo que obviamente, se organizaron allí una serie diversa de acontecimientos y homenajes.  El episodio que les transcribo está extraido de varias partes de un capítulo de "El jardín de los dioses", el tercer libro de la trilogía que comienza con "Mi familia y otros animales".  Juego con la ventaja de que conozco a los personajes, pero aún así, espero que lo que extraje mantenga la tensión narrativa, y por ende, que a ustedes les divierta .Y que puedan comprobar -esta vez con una sonrisa- que estas cosas no pasan sólo en la Argentina. Por cierto, Gerald Durrell  fue un asiduo visitante y enamorado de la fauna argentina; -y de la Argentina, y de las argentinas-; recomiendo particularmente "Tierra de murmullos", en el cual cuenta uno de sus viajes, en los cuales recorre Península Valdéz y el NOA. (años 60)

Les recuerdo, Corfú, Grecia, 1935. Allá va.
...

El siguiente que hizo escala en nuestra mesa fue el coronel Velvit, un viejo alto y bastante hermoso de perfil a lo Byron y cuerpo anguloso que se crispaba y bamboleaba cual marioneta agitada por el viento. Su rizado cabello blanco y sus fogosos ojos oscuros parecían avenirse mal con el uniforme de scout, pero él lo llevaba con prestancia. Desde que se retiró, su única ilusión en la vida era la tropa local de scouts; y, aunque no faltaban malas lenguas que afirmaran que su interés por los scouts no era puramente altruista, la verdad es que trabajaba mucho y hasta el momento no le habían pillado ni una sola vez.
Nos aceptó un ouzo y tomó asiento, enjugándose la cara con un pañuelo que olía a lavanda.
—Estos chicos —dijo quejoso—, estos chicos míos van a acabar conmigo. ¡Tienen tanta vitalidad!
—Será que les hace falta un puñado de girl scouts en edad de merecer —dijo Larry—. ¿No ha pensado usted en esa posibilidad?
—No es broma, hijo mío —dijo el coronel, mirándole taciturno—. Tienen una vitalidad tan desbordante que me temo que se les ocurra alguna barrabasada. Lo de hoy me ha dejado sencillamente horrorizado, y el nomarca se ha molestado muchísimo.
—El pobre nomarca parece ser el que se lleva todas las tortas —dijo Leslie.
—¿Pues qué han hecho los scouts? —preguntó Mamá.
—Como usted sabe, mi querida señora Durrell, les estoy entrenando para que hagan una demostración ante Su Majestad el día de su llegada —el coronel sorbía su bebida con delicadeza gatuna—. Primero desfilan, unos vestidos de azul y otros de blanco, por delante de la… ¿cómo se dice?… ¡de la tribuna! Exactamente, de la tribuna. Forman un cuadrado y saludan al rey. Después, a una voz de mando, cambian de posiciones y forman la bandera griega. Es un efecto muy espectacular, aunque me esté mal decirlo.
Hizo una pausa, vació el vaso y se arrellanó.
—Pues bien, el nomarca quería conocer nuestros progresos, así que vino y se situó en la tribuna, haciendo las veces del rey, como si dijéramos. Yo di la orden y la tropa desfiló.
Cerró los ojos, y un ligero estremecimiento recorrió su persona.
—¿Saben ustedes lo que hicieron? —preguntó con un hilo de voz—. Jamás en la vida he pasado mayor vergüenza. Desfilan, se paran delante del nomarca y hacen el saludo fascista. ¡Unos boy scouts! ¡El saludo fascista!
—¿Y gritaron «Heil nomarca»? —preguntó Larry.
—Gracias a Dios, no —dijo el coronel Velvit—. Yo de la impresión me quedé paralizado por un instante, y en seguida, con la esperanza de que el nomarca no se hubiera dado cuenta, di la orden de formar la bandera. Cambian de sitio, y cuál no sería mi espanto cuando veo que el nomarca tenía delante una esvástica azul y blanca. Se ha puesto furioso. Ha estado a punto de cancelar nuestra participación en los actos. ¡Qué golpe habría sido eso para el movimiento scout!
—Desde luego; pero tenga usted en cuenta que son niños —dijo Mamá.
—Eso es verdad, mi querida señora Durrell, pero yo no puedo permitir que se diga que estoy entrenando a una banda de fascistas —dijo el coronel Velvit con suma seriedad—. Lo siguiente sería decir que estoy planeando la toma del poder en Corfú.

...
 
El siguiente en llegar fue el coronel Velvit, que venía muy agitado.
—¿No habrán visto ustedes por casualidad a tres boy scouts pequeñitos y gordos? —preguntó—. No, ya suponía que no. ¡Son como animalitos! ¡Se han ido al campo de uniforme, los muy salvajes, y han vuelto hechos unos cerdos! Les he mandado al tinte para que les limpiaran el uniforme y han desaparecido.
—Si los veo se los enviaré —le tranquilizó Mamá—. No se preocupe.
—Gracias, mi querida señora Durrell. No estoy preocupado por ellos, sino porque esos diablillos tienen un papel importante en los actos —dijo el coronel Velvit,
disponiéndose a partir en busca de los scouts perdidos—. Sabe usted, es que no sólo forman parte de la barra de la bandera sino que además tienen que demoler el puente. Y con tan misteriosa observación se alejó a paso de galgo.
—¿Qué puente? ¿De qué puente habla? —preguntó Mamá perpleja.
—Es una parte del espectáculo —dijo Leslie—. Entre otras cosas, hacen un pontón sobre un río imaginario, lo cruzan y después lo vuelan para que no pueda pasar el enemigo.
—Yo siempre he creído que los boy scouts eran pacíficos —dijo Mamá.
—No serán los corfiotas —dijo Leslie—. Probablemente sean los habitantes más belicosos de Corfú.

...
 
Llegó el rey y ocupó su lugar en la tribuna. Las tropas desfilaron con gran ímpetu, y todas se las arreglaron para llevar más o menos el paso. En aquellos tiempos era la de Corfú una guarnición bastante perdida y los reclutas no hacían mucha instrucción, pero de todos modos se portaron dignamente. Después pasaron las bandas de música: bandas de todos los pueblos de la isla, deslumbrantes sus uniformes de diversos colores, tan pulidos sus instrumentos que el reflejo hacía daño a la vista. Si su ejecución temblaba un poco y desafinaba levemente, tales defectos quedaban más que compensados por el volumen y el brío con que tocaban.
Llegó entonces el turno de los scouts, y todos les recibimos con aplausos y vítores cuando el coronel Velvit, con pinta de nerviosísimo y desmejorado profeta del Antiguo Testamento vestido de explorador, entró a la cabeza de sus minúsculas fuerzas en la polvorienta Platia. Saludaron al rey, y después, obedeciendo a una orden que les dio el coronel con voz de falsete un tanto estrangulada, se corrieron unos para acá y otros para allá y formaron la bandera griega. La ovación y los vítores que estallaron entonces sin duda debieron de oírse en lo más recóndito de los montes de Albania. Tras una breve exhibición gimnástica, las tropas pasaron a una zona donde dos líneas blancas representaban las dos orillas de un río. Allí la mitad de la tropa salió corriendo y reapareció con los tablones necesarios para hacer un pontón, en tanto que la otra mitad se afanaba en tender un cable sobre las aguas traicioneras. De tal modo fascinó a la
multitud de los presentes la mecánica de aquello, que se fueron aproximando más y más al «río», acompañados por los policías que supuestamente debían mantenerlos en su sitio.
En un tiempo récord, los scouts, ninguno de los cuales contaba más de ocho años, levantaron su pontón sobre el río imaginario, y luego, encabezados por un chiquito que tocaba una trompeta de manera estentórea e inexacta, de un trotecillo cruzaron el puente y se cuadraron al otro lado. La multitud estaba embelesada: aplaudía, vitoreaba, silbaba y pataleaba. El coronel Velvit se permitió una prieta sonrisilla militar y lanzó una mirada de orgullo hacia donde estábamos nosotros. Luego soltó una voz de mando. Tres scouts pequeñitos y gordos se destacaron del pelotón y se dirigieron al puente cargados con mechas, un explosor y otros materiales de demolición. Colocaron cada cosa en su sitio y luego se reunieron con la tropa, desenmallando el cable según marchaban. Se cuadraron y esperaron. El coronel Velvit saboreó su gran momento; miró en derredor para comprobar que todos le prestaban absoluta atención. El silencio era total.
—¡Vuelen el puente! —rugió el coronel, y uno de los scouts se agachó y presionó el explosor hasta el fondo.
Los minutos siguientes fueron confusos, por no decir otra cosa. Hubo una explosión colosal; una nube de polvo, grava y pedacitos de puente se elevó por el aire, para caer seguidamente como granizo sobre la población. Las tres primeras filas de espectadores, todos los policías y el coronel Velvit cayeron derribados panza arriba. La onda expansiva, llevando consigo grava y astillas, llegó hasta nuestro automóvil, se estrelló contra la carrocería como una ráfaga de ametralladora y arrancó el sombrero de la cabeza de Mamá.
—¡Por los clavos de Cristo! —clamó Larry—. ¿A qué diablos está jugando ese imbécil?
—¡Mi sombrero! —boqueó Mamá—. ¡Que vaya alguien por mi sombrero!
—¡Yo se lo traigós, señora Durrells, no se preocupes! —bramó Spiro.
—Estremecedor, estremecedor —dijo Kralefsky con los ojos cerrados y enjugándose la frente con el pañuelo—. Demasiado marcial para unos niños.
—¡Sí, sí, niños! ¡Hijos de Satanás! —clamó Larry iracundo, sacudiéndose la grava del pelo.
—Estaba seguro de que pasaría algo más —añadió Teodoro con satisfacción, contento de ver a salvo la reputación de Corfú en materia de calamidades.
—Eso ha sido algún explosivo —dijo Leslie—. No comprendo a qué juega el coronel Velvit. Ha sido muy peligroso.
Poco después supimos que el coronel no había tenido la culpa. Luego de alinear a sus tropas, tembloroso y llevárselas del lugar, volvió al escenario de la carnicería para presentar sus excusas a Mamá.
—No sé cómo expresarle lo avergonzado que estoy, señora Durrell —dijo con lágrimas en los ojos—. Esas pequeñas bestias consiguieron dinamita de unos pescadores. Le aseguro que yo no sabía nada, nada en absoluto. Con el uniforme lleno de polvo y el sombrero hecho jirones, presentaba un aspecto muy patético.
—No le dé importancia, coronel —dijo Mamá, llevándose a los labios una copa de coñac y sifón con pulso vacilante—. Son cosas que le ocurren a cualquiera.
—En Inglaterra ocurren muy a menudo —dijo Larry—. No pasa un día sin que…
—Véngase usted a comer con nosotros —le interrumpió Mamá, lanzándole una mirada petrificante.
—Muchas gracias, señora, es usted muy amable —dijo el coronel—. Antes he de ir a cambiarme.
—Yo estaba muy interesado por la reacción de los espectadores —dijo Teodoro, con científica delectación—. Quiero decir…, eh…, los que cayeron derribados.
—Pues se habrán puesto hechos una fiera —dijo Leslie.
—No —prosiguió Teodoro lleno de orgullo—; estamos en Corfú. Todos…, en fin…, se han ayudado unos a otros a levantarse, se han sacudido el polvo y han comentado lo bien hecho que había estado todo…, eh…, lo realista que había sido. Al parecer no se les ha ocurrido pensar que hubiera nada de raro en que unos boy scouts manejen dinamita.
—La verdad es que después de vivir el suficiente número de años en Corfú, acabará uno por no sorprenderse de nada —dijo Mamá con convicción.

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